SUDESTE ASIÁTICO - SEGUNDA PARTE

Myanmar, nombre oficial de la antigua Birmania, no es un destino común. El país, gobernado férreamente por una dictadura militar desde 1962, estuvo cerrado a la mayoría de los extranjeros durante décadas y, aun hoy, sus fronteras terrestres permanecen mayoritariamente cerradas debido a los conflictos con las minorías étnicas que pueblan las montañas. Sin embargo, esa misma condición preservó a los birmanos y su rica y particular cultura de las influencias más perniciosas de la globalización y, aunque cada vez hay menos trabas y más turistas que visitan el país, Myanmar sigue siendo culturalmente particular con su budismo omnipresente y la amabilidad extrema de su gente.

Nuestro destino era el lago Inle, uno de los lugares más interesantes y visitados en este país. El lago está unos 800 km de Yangón, la vieja capital y puerta de ingreso a Myanmar. Como ya relatamos, habíamos recorrido el sur de Malasia hasta Singapur como forma de completar el recorrido por la península malaya donde lo habíamos interrumpido en nuestra vuelta al mundo en tándem. Desde Singapur, tomamos un vuelo a la ex capital birmana.

BIRMANIA SEGÚN YANGON
Nuestro viaje comenzó en Yangón. Hasta hace unos años conocida como Rangún, pocos saben que Yangón ya no es la capital de Myanmar/Birmania. Tampoco es, como se suele creer, la capital histórica, sino la capital de la colonia inglesa. Cuando el Imperio Británico finalmente, después de tres guerras a lo largo del siglo XIX, consiguió incorporar el rico y misterioso reino de Birmania a su Raj de la India, en 1875, la capital era la ciudad norteña de Mandalay.

Sin embargo, Yangón sigue siendo la capital real de Birmania. Sus más de cuatro millones de habitantes, la animación incesante de sus calles, la presencia de las embajadas extranjeras, el aeropuerto internacional y el grueso del comercio muestran a las claras que sigue siendo el centro económico y político del país. La ciudad está recostada sobre el río homónimo, un afluente del gran Irawady, uno de las grandes vías fluviales de esta parte de Asia que, junto con el Mekong, son los mayores de la región.

Recorrer Yangon es una experiencia que compendia imágenes que nos pueden resultar conocidas de otras partes del Tercer Mundo, aunque combinadas de una forma particular. El tránsito es, por supuesto, caótico, formado por vehículos de todo tipo y color que circulan con poco apego por reglas de tránsito establecidas, como puede verse en la India o en casi cualquier otro lugar del Sudeste asiático. La particularidad birmana es que, si bien se circula por la derecha como en nuestro país, la mayoría de los autos se importan usados de países donde el tránsito va por la izquierda, con el resultado de que los conductores quedan casi sin ángulo de visión para adelantar a otros vehículos. Extrañamente, en Yangon están prohibidas las motos, omnipresentes en el resto de Asia e incluso en el resto de Myanmar.

Como en la India o en ciudades africanas como Maputo, las veredas están rotas, en ocasiones cubiertas de basura, cables, pozos y todo tipo de obstáculos, pero especialmente de puestos callejeros de venta de todo tipo de mercaderías. Los puestos de comida se suceden uno tras otro ocupando las veredas y la gente come allí a toda hora, en pequeños banquitos plásticos como podemos ver también en Vietnam. La ciudad tiene grandes problemas con el suministro eléctrico, por lo que la iluminación callejera es más bien escasa y los cortes de energía son frecuentes. Los barrios populares suelen ser de edificios de pocos pisos y la gente, como en La Habana, lleva su vida social en las veredas, especialmente cuando cae el sol y todo el mundo parece estar en la calle, charlando, cenando, yendo de un lado a otro.

Los birmanos, sin embargo, todavía no han sido totalmente ganados por la moda occidental. Los hombres usan unas faldas muy versátiles de colores oscuros que subidas se convierten en una especie de short. Así las usan para jugar al chinlón, algo así como un fulbito en el que varias personas en círculo tratan de mantener en el aire una pelota de mimbre. Es un juego de destreza antiquísimo, lindo de ver, en el que nadie gana ni pierde y que dura lo que los jugadores quieran y puedan. Las mujeres, y a veces también los hombres, se pintan el rostro con tanaka, una sustancia amarillenta que proviene del árbol de mismo nombre, que usan para protegerse del sol ardiente y embellecerse. En Birmania, además, todo el mundo masca betel, un vegetal que cumple un papel parecido al de la hoja de coca en nuestros pueblos andinos. A diferencia de la coca, mascar betel desprende un líquido rojizo, que da aspecto muy desagradable a la boca de quienes lo consumen, que parece sanguinolenta.

En esta ciudad particular, a la que llegamos pedaleando bajo un calor extremo desde el aeropuerto (extrañamente lujoso y moderno para el país) pasamos dos días acostumbrándonos al ambiente en el que pasaríamos las siguientes semanas. A pesar de las apariencias, como en el resto del extremo Oriente, todo es muy tranquilo y los birmanos despliegan una amabilidad extrema, incluso cuando la comunicación verbal se reduce al mínimo, dos o tres palabras en inglés o incluso ninguna. El budismo, posiblemente, tenga mucho que ver con esta forma de ser del pueblo birmano (que de todos modos está lejos de estar libre de violencias y conflictos). Los monjes, con sus cabezas rapadas y sus túnicas rojas, están presentes en todos lados y todas circunstancias. La población les prodiga un enorme respeto, los alimenta cuando salen en procesión a pedir arroz con sus ollas, en fila india por las calles. Las pagodas, símbolo del país, con sus conos dorados sobresaliendo en todas las ciudades y pueblos, son más que lugares de peregrinación, sitios de descanso y esparcimiento. Hay en Yangón una enorme cantidad de ellas, pero sobresale entre todas la pagoda Shwedagon, en medio de un enorme parque, visitada por feligreses de todo el país, que dan vueltas en el sentido de las agujas del reloj a la estructura circular rodeada de innumerables reliquias, estatuas de Buda y pagodas más pequeñas erigidas a lo largo de siglos. La estructura principal, totalmente recubierta de oro que reluce al sol, sobrevivió incluso a la voracidad de los ingleses que saquearon salvajemente infinidad de sitios sagrados o históricos, como el palacio real en Mandalay y provocaron más de una rebelión por su obstinación en no respetar las tradiciones de los budistas birmanos como por ejemplo no sacarse las botas en los lugares sagrados.
Ver las fotos de Yangon.

LA GRAN LLANURA DEL IRRAWADY
La primera parte de la travesía fue por la carretera principal, que atraviesa el país por la gran llanura del Irawady. Para evitar lo más posible el calor, tratamos de comenzar temprano la jornada inaugural de pedaleo con destino a la ciudad de Bago, a unos 110 km de Yangon. La ruta en este tramo era amplia, de cuatro carriles y ancha banquina, lo que permitió pedalear en forma bastante segura. De todos modos, como pudimos comprobar después, las rutas birmanas están inundadas por vehículos de todo tipo que nunca desarrollan grandes velocidades y obligan a los pocos autos, camiones y camionetas que sí lo pueden hacer a ir bastante despacio y frenar constantemente para no llevarse puestos los numerosos carros de bueyes, camioncitos cargados hasta límites insospechados, motos con tres, cuatro o más pasajeros encima, ganado, bicicletas y todo lo que uno se pueda imaginar que tenga ruedas y se pueda desplazar por un camino. De esa forma, nos vimos naturalmente incorporados a un flujo vial que a veces iba más veloz pero, en muchos casos, más lento que nosotros.

Bago, también conocida como Pegu, había sido en otra época capital de uno de los reinos birmanos y conservaba algo de ese antiguo esplendor. Una de sus principales atracciones, además de las pagodas de rigor y un enorme Buda acostado, es un monasterio cuyos más de 600 monjes salen al amanecer a conseguir la comida diaria. Los turistas suelen visitar el monasterio al mediodía, cuando los monjes, por una módica donación, dejan presenciar el espectáculo de su almuerzo. Una fila de monjes, en silencio, entra por un largo pasillo y reciben arroz de una gran olla, servido por algunos visitantes particularmente piadosos, entrando a continuación a almorzar, frugalmente, sentados alrededor de mesas muy bajas en grupos de a cinco o seis. Lo más chocante de la experiencia fue ver a turistas de países ricos sacando fotos desvergonzadamente a niños birmanos, acribillándolos con sus enormes cámaras a cambio de algunos dólares.

Alojados en un hotel barato que tenía la energía más horas cortada que conectada y en el que, después de subir seis pisos por escalera, veíamos la actividad frenética de la ciudad desde una terraza, nos sentíamos ya en la corazón de esta cultura tan diferente a la nuestra. Sin embargo, recién estábamos internándonos en el país. Saliendo de Bago entramos a un mundo rural, campesino como fue gran parte de Asia hasta pocas décadas atrás. En Myanmar, quizá no por mucho tiempo, ese mundo es todavía una palpitante realidad, de la que el ciclista pasa a formar parte, inmerso en la fila de carros de bueyes, carromatos tirados por caballos, bicicletas, tractorcitos chinos que largan un humo espantoso y hacen un ruido como un regimiento de tanques. La carretera se hizo angosta y los pueblos, poco más que aldeas con sus correspondientes pagodas relucientes, se hicieron frecuentes. Al llegar a cada uno de estos poblados, generalmente nos encontrábamos con adolescentes que sacudían recipientes con piedras rítmicamente, y una música pegajosa salía de altoparlantes al costado de la ruta. Las canciones eran generalmente locales, pero en una ocasión llegamos a reconocer una versión de “La banda”, de Chico Buarque, en birmano. Desde los vehículos a veces arrojaban algunos billetes al paso, pues estos chicos pedían contribuciones para mantener los monasterios de los pueblos. Al pasar nosotros, generalmente se nos quedaban mirando asombrados.

En cada lugar donde paramos a descansar, la amabilidad de la gente era extrema, tanto como su curiosidad. Sin embargo, ese día empezamos a ver también hasta qué punto el país seguía en un estado policial. Si el turismo internacional se abrió, esta apertura es ilimitada en los sitios más conocidos y que atraen a los turistas, pero el viejo sistema que restringe el contacto de los birmanos con los extranjeros aún continúa plenamente vigente en el resto del país. Comenzamos a experimentar esta situación al acercarnos a la nueva capital, Naypidaw. Habíamos pensado en parar en una ciudad llamada Nyaunglebin, pero en todos los hoteles se negaron a hospedarnos. Terminamos, por consejo del dueño de un bar, en la policía, que nos mandó al siguiente pueblo, treinta millas (y no tres, como dijeron) más allá y donde tampoco nos dejaron quedarnos a dormir. Era una villorrio poblado por hindúes, en el que se armó una virtual asamblea para discutir el caso de los argentinos en bicicleta. Finalmente, ya de noche, la policía nos hizo tomar un vehículo hasta otra ciudad donde, esta vez, sí había un hotel apto para extranjeros. La situación nos permitió conversar con Sanjay, un joven que nos contó que el pueblo se formó con trabajadores de Bijar, una región de la India, que fueron traídos por los ingleses en la época colonial.
Ver las fotos de Bago.

MISTERIOSA NAYPIDAW
Al día siguiente, nos tocaba una etapa que culminaría en la misteriosa capital Naypidaw. El repudio occidental a la dictadura y la defensa (un tanto acrítica por decirlo de alguna manera) de la líder democrática (y económicamente liberal) Aung San Suu-Kyi, lleva a las guías de viaje, todas producidas en los países desarrollados de Occidente, a ni siquiera incluir la ciudad en sus textos. Y, en realidad, el mayor testimonio contra la junta que gobernó el país con mano de hierro desde 1962 es, justamente, la irracional Naypidaw.

Pero para llegar a la capital debimos pedalear cien kilómetros bajo un sol abrasador. Por suerte, paramos al mediodía en un restaurant, típicamente birmano, al lado de la ruta. Las chicas de la familia que lo atendía se divirtieron mucho con nosotros, tratando de explicarnos qué podíamos comer (y por supuesto terminamos comiendo lo que a ellas les pareció bien), y hasta nos dejaron tirarnos en los bancos a descansar mientras esperábamos que bajara un poco el sol. Los personajes de la ruta, como en cualquier lugar del mundo, empezaron a desfilar por allí: los camioneros, el policía de civil con su motito y su handy, el heladero, mientras las chicas preparaban paquetitos de betel, servían comida o té, o escuchaban música en un televisor que pasaba las letras en birmano para el karaoke. Cuando abandonamos esa comodidad para salir al torturante sol de la ruta, hubo que meterle pata para tratar de llegar a la ciudad antes del anochecer.

En eso estábamos cuando hubo que parar en un control policial. Otra vez, a presentar los pasaportes, mientras los policías se comunicaban con la base para informarle que “los argentinos” estábamos ahí (la palabra Argentina era la única que se nos hacía transparente de su idioma). Esta vez, como habíamos tomado la precaución de pedir en el hotel anterior el nombre de alguno donde nos pudiéramos quedar en la capital, nos pusieron un policía de escolta hasta dejarnos en el lugar autorizado. Cuatro hombres en moto se fueron relevando mientras nos acompañaban hasta la capital.

Entrar a Naypidaw de noche fue como entrar a una mezcla de barrio cerrado con shopping center, todo a medio construir. Los policías nos guiaron por una serie de desvíos que solos es probable que nunca hubiéramos encontrado, saliendo de la ruta, con su intenso y heterogéneo tráfico, para entrar una magnífica y reluciente autopista, donde nadie andaba, hasta llegar a una amplia avenida brillantemente iluminada, con hoteles de lujo con carteles luminosos tipo Las Vegas cada algunos centenares de metros. El hotel donde nos terminamos quedando (el que teníamos el nombre resultó carísimo, y nos mandaron a otro mucho más barato y que se pagaba en kyats, la moneda nacional que no recibían ni en el hostel más modesto de Yangón) era usado por delegaciones internacionales, un lujo extraño para una pareja de ciclistas que venían de compartir la ruta con rickshas y carros de bueyes.

Al otro día, atravesamos la ciudad entera que la oscuridad nos había ocultado al llegar. Para nuestro asombro, casi no había casas, salvo algunas mansiones, y solo se veían hoteles y edificios públicos monumentales. Pero, al salir, 20 km. más adelante porque Naypidaw es, más que una ciudad, un gigantesco plano a escala real donde sólo hay grandes edificios y monumentos y el resto está vacío, vimos lo que escondía la capital: miles de casitas prefabricadas, amontonadas en las zonas bajas y polvorientas de los alrededores, donde viven quienes trabajan de sol a sol construyendo la ciudad fantasma de los poderosos.

LA TIERRA DE LOS SHAN
Cuando dejamos atrás Naypidaw la travesía se normalizó y la policía no nos prestó más atención. Abandonamos así poco a poco la llanura para empezar a pedalear por un terreno algo más ondulado y seco.

El sol era cada vez peor, o por lo menos eso nos parecía, pero cada vez que parábamos la amabilidad de la gente era tan grande que nos retrasaba nuestro plan de ruta, pues trataban que no saliéramos al sol. También comenzamos a ver otros aspectos de Myanmar, de su economía que en ciertos aspectos es casi pre-industrial: norias empujadas por cebúes para producir aceites o azúcar de palma, arados de bueyes, prácticamente ninguna máquina en los campos, en los arrozales. Cuando empezamos a subir las montañas, la ruta estaba en reparación en numerosos puntos del camino. Todo era a mano: cuadrillas de decenas de trabajadores, pero especialmente trabajadoras, cargando piedras en los típicos balancines orientales, hombres picando roca a pico en las laderas de las montañas, la brea fundiéndose en fogatas al costado del camino. Las mujeres iban cuidadosamente tapadas, mangas largas y guantes, pañuelos cubriendo la cabeza bajo el clásico sombrero cónico de paja, sonrientes a pesar del calor y del duro trabajo. Nos preguntábamos como sería el reclutamiento de la mano de obra, habida cuenta de las numerosas denuncias de trabajo forzoso que existen contra la junta militar.

Después de dos días desviamos hacia Kalaw, una pequeña villa de montaña, punto de partida de numerosos circuitos de trekking. La subida desde la llanura era especialmente dura. Tomamos una ruta que iba ascendiendo lentamente, bordeada casi en todo el trayecto de aldeas y casas de campesinos, vacas, gallinas y cerdos. Un difícil ascenso nos llevó a un primer paso de montaña, coronado por un monasterio budista. Un monje nos dio agua de pozo, enfundado en su túnica roja, mientras hablaba por un blackberry. Era sólo el comienzo del ascenso, en un calor agobiante, bordeando un río que sorteaba las montañas. Después de subir unos 40 kilómetros, y ante la ausencia de carteles y de todo dato sobre lo que nos faltaba para llegar a Kalaw, la gente nos daba indicaciones contradictorias. En eso, un jeep del ejército birmano nos dijo que nos subía, porque no había chance de llegar antes que anocheciera y no nos iban a dejar quedarnos en ningún lado. Con las experiencias de días anteriores frescas, y sabiendo que íbamos a tener que regresar por el mismo lugar, aceptamos. Efectivamente, la subida que nos quedaba era brava y no hubiéramos podido llegar en la hora escasa que quedaba de luz, por un camino serpenteante de montaña y selva.

Al otro día, aun nos quedaban unos kilómetros de ascenso hasta llegar al punto más alto del camino, señalado por un cartel triunfal que decía “bienvenidos al país de los pinos”. Desde allí, un camino en ligero descenso nos llevó hasta poder ver, en la lejanía, el célebre lago Inle, nuestro destino. A media tarde, bordeando un canal donde la gente pescaba con redes y mediomundos de bambú, llegamos a Nyaungshwe, la ciudad que da entrada al lago.
Ver las fotos del trayecto a Naypidaw y Nyaungshwe.

EL LAGO DE LOS INTHA
Enclavado en el montañoso estado Shan, el Inle es hogar desde hace unos siete siglos de los intha, una minoría que fue deportada hacia esa zona en el Siglo XII y a la que no le quedó más que poblar el lago en sí mismo, pues las tierras de los alrededores estaban ocupadas en su totalidad. A consecuencia de eso, desarrollaron un particular modo de vida que hoy en día constituye el principal atractivo para los visitantes. Los intha viven en pueblos construidos sobre pilotes, tienen cultivos flotantes y pescan de una manera única en el mundo: con lanzas y trampas de bambú mientras, parados en la popa del bote, manejan el remo con uno de los pies. Como también han debido desarrollar todo tipo de producción sobre el lago, los antiguos campesinos y comerciantes de las llanuras se convirtieron en hábiles orfebres, tejedores, alfareros, edificaron templos, pagodas y monasterios en islotes y desarrollaron una de las más peculiares sociedades adaptadas a un ambiente acuático.

La visita al lago también es oportunidad para presenciar en Nyaungshwe el teatro de marionetas, un arte sostenido por siglos por los reyes y que hoy encuentra su principal público entre los turistas.

Esta Birmania del lago Inle muestra una cara más apta para el turismo, con muchos alojamientos de todo tipo de precios y calidad, y cientos de barqueros que se ofrecen a los turistas para hacer el recorrido por el extraordinario lago. Pocos son los que experimentan, a pesar de que visitar Myanmar es una aventura incluso para el plan de turismo más lujoso, esa Birmania profunda que se ve desde la bicicleta y que está en acelerado proceso de cambio. La paulatina apertura democrática y su incorporación al mercado internacional, seguramente la harán más cómoda y apta para el turismo masivo y más parecida a su vecina Tailandia.

Después de un par de días descansando y visitando el pueblo lacustre, continuamos lo que nos quedaba por recorrer de Myanmar, hacia las extraordinarias ruinas de Bagan, a orillas del río Irrawady. Esa parte del recorrido la relataremos en breve.
Ver las fotos del Lago Inle.
Ver las fotos de las trabajadoras del Lago Inle.

recorrido en birmania

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BUSCANDO EL HOTEL BOBINA



Otro video de la VMT. En este caso se trata de la entrada a la ciudad de Gorakhpur, en la India. Nuestra intención era encontrar el hotel Bobina, del que teníamos alguna referencia. Lo que se ve en el video es el caos de tránsito y ruido que es característico de todas las ciudades a las que llegamos.

VMT: CRUCE DE LOS ANDES



Compartimos un video de la Vuelta al mundo en tándem, que no habíamos subido con anterioridad a la web. Se trata del cruce de los Andes por el Paso Los Libertadores, que realizamos en septiembre de 2008. Una salida mucho más tarde de lo previsto y lo duro de la famosa subida por los Caracoles hicieron que nos agarrara la noche antes de terminar el ascenso. Bastante esfuerzo, mucho frío y cierta curiosidad por volver a la Argentina enmarcan este trayecto de la VMT.